Misión Servir
Pascua de Resurrección: mi misión atravesándome como una flecha. Certeza de ser y estar en el momento preciso, donde debo estar, siendo.
Creí que ser profesora era saber mucho, aprender técnicas, enseñar, hablar, investigar. Así recorrí aulas y diplomas, maestros y libros, en busca de respuestas. Mejoré, absorbí, crecí, integré, pero estaba lejos de la verdad.
Fue mucho más tarde cuando entendí que ser profesor no tiene que ver con la cabeza sino con el corazón.
Ahí encajaron las piezas sueltas: todas las amenazas de alumnos, los pinchazos de rueda, los accidentes, los ataques de colegas, los cuestionamientos de todos los que no creen en ti, las envidias y fracasos, el perfeccionista juez interno, nunca satisfecho, hasta cuestionar tu vocación, hasta hacerte pensar en abandonar lo único que sabes hacer, lo que amas hacer, lo que te realiza.
Ahí encajaron también los agradecimientos de los alumnos, los rostros intrigados, la sonrisa cómplice, las risas abiertas, la satisfacción de crecer y aprender juntos, los abrazos, la creatividad, el baile, la meditación, la nariz de payaso, las inspiraciones súbitas y tantas cosas que no estaban escritas en los libros sobre lo que es dar una clase.
Enseñar a aprender no es un proceso finito que encamina a un producto. No es sistematizable ni da lugar a cajas homogéneas. Yo no recibo materia a transformar, sino almas en plena vida bullente. Un puñado de semillas diversas que me encargo de regar y adobar para averiguar cuál es su esencia, su identidad, su talento, su fruto. Solo acontece desde el respeto.
A veces no tenemos palabras: cuando una joven adolescente adormilada por los calmantes te pide si se puede quedar el recreo contigo y te cuenta su aborto, su hermano que murió en un tiroteo... Eres solo presencia atónita. En ese momento te parece que eres insuficiente, que nada puedes aportar a su ya maltrecha vida, y sin embargo, mucho tiempo después te das cuenta de que se acurrucó bajo tus alas un pajarillo herido por el miedo, buscando en tu calidez humana algo de afecto, de paz.
Recuerdas a aquel adolescente grandullón con cara de niño que el día del disparo se te abrazó y no te soltaba y casi te ahoga. Decían que era peligroso. Hoy lejos entiendes su pavor. Decían que era violento, que estaba desequilibrado, que te haría daño. Tú solo viste un niño aterido. No tuviste miedo porque el amor era tu coraza, pero aun no lo sabías.
Recuerdas a aquellos alumnos imposibles, preguntones, revoltosos, airados, criticones, cizañeros. Especialmente a ese puñado de diamantes en bruto que fueron tus piedras de toque. Primero te oponías, luego te encolerizaban. Les ignoraste, buscaste otros métodos, estudiaste psicología, y nada. Hasta que un día decidiste darles atención, y se abrieron como rosas salvajes, convirtiéndose en los mejores alumnos, los más participativos, los más responsables, los líderes ocultos, tus maestros. Gracias por ampliar mis nociones, por abrir horizontes donde yo tenía todo encajonado y etiquetado. Gracias por romperme los esquemas y los moldes, por obligarme a reinventarme, por sacarme del umbral de confort.
Un día le das la vuelta al tapiz y lo que era una maraña de nudos inconexos revela una perfección inimaginada: todo lo ocurrido ha sido permitido para forjar tu espada, eres probado como oro en el crisol, al fuego. Cada prueba te destruye un poco, pero sigues en pie. A veces tomada por el desánimo, a veces con los miembros agotados.
Disto de ser la mejor profesora del mundo. De hecho, tengo mucho que mejorar. Esos jóvenes hambrientos de saber son implacables. Pero hoy en mi resurrección Dios me ha rellenado el pecho de esperanza, me ha dado una palmada en la espalda y me ha dicho, adelante. Por el mundo que se fragua, por ellos.
Como los hijos, los alumnos son la espuma de la ola que somos, la parte más sutil de nosotros, la que llega más allá, la que desasida del peso del agua danza con el aire y toca el cielo, mientras nosotros solo lo reflejamos.
Por eso, en mi vejez, soñaré con la espuma, con el brillo en la mirada curiosa, con la pregunta no respondida. Con ese fruto exuberante que mis ojos no verán pero mi voz y mis manos habrán tocado, como arcilla virgen. Y no importará si algo quedó de mí o si alguien me recuerda, porque a todos los que estuvieron en el aula, los llevo como un ramillete perfumado, prendido en mi pecho. De algunos olvidé el nombre, pero de cada uno guardo un momento: ese instante en que se me otorgó el presente de ser hombro, consejo, mano amiga. Para algunos fui piedra de toque, me consta. Pero al final, todos serán espuma y llevarán algo de mi color, diluido en una paleta iridiscente. Seré invisible como la sal en el mar. Me olvidarán, pero si hoy estoy y soy, con ellos, tendré sentido.
Porque por una vez no hice algo por mí misma, sino por los otros. Enseñar al que no sabe y corregir al que yerra son obras de misericordia. No he venido para ser servido sino para servir. El que quiera ser grande entre vosotros que sea el que sirva. Pues bien, he anudado la toalla y tomado la jofaina, estoy, con placer y alegría, a vuestros pies.
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