WOMANITY
La mujer pide libertad, pero las jóvenes se ponen cada vez más piercings, argollas, aros, tatuajes.
Pide naturalidad pero se tapa con maquillaje y luego con operaciones de cirujía, se oculta bajo personalidades-máscara, ropas-disfraz.
Pide poder elegir cuándo y de quién tener hijos, mientras continúan los abortos, las violaciones, los embarazos no deseados y las víctimas de la violencia doméstica.
Pide respeto y consideración como ser humano, pero frecuentemente vive presa de la imagen, tratando de adaptarse al gusto ajeno. Cree en los cánones de belleza que le han impuesto y raramente los cuestiona, pero lo más triste es que se somete alegre porque le hacen creer que es eso lo que desea y lo que la hace feliz. Es muy pronto cuando nos roban el sentido estético y el amor propio. Logro tras logro, en el fondo sigue latiendo la insatisfacción, y la boca del deseo pide con ansia, sin freno, insaciable.
La mujer quiere ser amada en su plenitud, por todo lo que es (el síndrome superwoman clama por ello), pero solo recibe piropos callejeros cuando es turgente y lozana, cuando muestra su piel más allá de lo que la temperatura requiere.
Se expone como carne de cañón y exige de los que la miran continencia. Pide ser vista como ser humano pero se viste de prostituta. La juventud nos ciega con su inherente idealismo, y no importa que la bandera de lo que creemos libertad se manche de sangre o de carmín mientras se consiga lo que se quiere. Antes habría que preguntarse quién lo quiere, quién ha inoculado ese “deseo de ser algo diverso de lo que se es”, y cómo.
La mujer quiere placer, pero le dan sucedáneos que no la colman. Se vende por un puñado de caricias y así pone precio a su autoestima. Se entrega por partes y acaba despedazada y con el corazón hecho trizas. Da todo y es abusada. Aunque tiene hambre de compañía y aceptación, se queda sola más de lo que desearía, de joven, de adulta, de vieja.
La mujer quiere dignidad e igualdad, pero acepta sobornos para mantener la farsa de un amor paradójico, un amor que dice que la quiere pero no quiere hijos de ella, que la toma en cuerpo pero no en alma, que la usa mientras sirve y luego la desecha o la cambia por otra. La mujer critica con saña las culturas represoras donde las mujeres son cambiadas por camellos, usadas como moneda de cambio, pero a sí misma no se valora más allá de una noche de sexo, por menos que eso llega a darse.
Hay muchas mujeres que estas palabras no reflejan. Un puñado se parará a reflexionar qué modelo está pasando a sus hijas, a sus alumnas, a sus amigas. Muchas tendrán reticencia a continuar leyendo. Hermanas, mi colcha presenta arrugas y grietas, como la de todas. Heridas unas abiertas, otras cicatrizadas. Triunfos y desengaños. Hondos abismos de dolor y falsas euforias.
Si las niñas dejasen de recibir la primera regla como una carga, una impureza o un impedimento y la tomasen como la delicada y loable responsabilidad sobre el cáliz sagrado de la sangre que trae la vida, tomarían su cetro de poder verdadero. No en vano, la primera menstruación se llama menarquía, y en verdad es el inicio de un reinado. Pero muchas, instiladas de mentiras, son reinas por un día y esclavas el resto de la vida, otras son esclavas de sí mismas, otras se resisten a ser madres y prefieren vivir eternamente princesas, momificadas, inertes, sin fruto, como la fruta que venden encerada y brillante y por dentro llena de gusanos y sin sabor. Pocas toman el valor de darse valor, desde dentro. De ello nadie es culpable, todos somos responsables.
Si preservásemos la inocencia y las púberes supieran mantener el candor, ¿los hombres nos respetarían? Hay demasiadas generaciones cuya sangre derramada exige justicia. La ira acumulada del género femenino a lo largo de siglos quiere responder con más sangre a la ya vertida. Es una guerra silenciosa pero constante que se cobra nuevos sacrificios luna tras luna.
La mujer desea reconocimiento verdadero, como el que muestra Jesús cuando al pasar le dicen: “Benditos los pechos que te amamantaron y el vientre que te crió”. Y Él, para no limitar el valor del elogio, lo coloca donde debe estar: no en el cuerpo, sino en el alma: Mejor “benditos los que oyen la voluntad de mi Padre y la cumplen”. Y con eso no diferencia hombres de mujeres, formas bellas o no. Nos unifica. Nos dignifica.
Somos libres para amar.
Asumamos las consecuencias de nuestras elecciones.
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