La escuela a la que me hubiera gustado haber ido
No tiene paredes y la pizarra es el cielo, porque no se puede medir la libertad de quien crece, y las alas alcanzan allá donde nuestros ojos nunca verán.
Se escribe con el dedo en la arena, no hay errores, todo se borra, lo exitoso y lo fracasado. No hay comparaciones, solo vemos el don de cada uno porque componemos un puzzle perfecto.
Nos tomamos nuestro tiempo en descubrir, importan más los procesos que los conceptos, el arte y la música que las listas memorizables.
No hay lección que no incluya el juego como método. Se anulan las que provocan caras serias. Cuando no se entiende algo, el individuo es libre para escoger el camino de su aprendizaje. No hay normas marcadas sobre cómo aprender, dónde aprender o por qué. No hay límites que aprobar y traspasar, no hay carreras ni competiciones. Impera el placer y es bueno lo que es útil.
El canon es la hermosura. Las reglas son que no haya reglas, que alcancemos el don del autogobierno por empatía y simpatía. Los materiales no pertenecen a nadie, son un fondo común que acrecentamos con nuestros tesoros personales, creados, reciclados, naturales.
El saber tiene la medida de nuestro hambre de él. No existen las etiquetas ni los calificativos porque nos reinventamos a cada instante, somos seres en transformación constante, asimilando.
Compartir y danzar, relajarse y respirar, la paz y la alegría son nuestro alimento. Somos los dueños de las lentes y las pintamos del color que queremos.
Nuestra escuela existe más allá de los muros, los lenguajes, las fronteras. Se mueve en el amor.
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