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MONTEVIDEO

Montevideo es calmo y azul cetáceo, con ascensores de puertas enrejadas y olor a leña en las calles. Tiene perros vagabundos que conocen la ciudad palmo a palmo, y en cuyos ojos se adivina una rancia sabiduría, un aire señorial, como de noble expropiado. Amabilidad, educación en las maneras, equilibrio y paz son traídos en la brisa por la costa de borde espuma y sal, invadiendo a los seres, a los edificios, a la memoria. Tiene el son dulzón y lento de un diapasón, corazón de fondo marino, abrazo de tango/milonga. Es acogedor como el saludo de un hermano largamente ausente. Las miradas de sus hombres son penetrantes, ahondan en el alma femenina, sin ambages. Hay en sus ademanes una mezcla de lobo y caballero andante. Su sol es claro como un día de infancia. Los rumores de sus comercios guardan ese ronroneo de telares y mercaderes, y caminan muchos indígenas disfrazados de gente moderna. Es fácil reconocer sus almas, que se apegan a su pipa de mate como un niño al pecho materno, acaso recordando esas otras vidas en que ellos dominaban estas tierras y conocían sus hierbas, hechas una sola savia y sangre. El uruguayo vive fuera y mira dentro. Ha tomado este carácter acaso del río-mar, híbrido encabalgado, agua con aspiraciones mayores y timidez de chiquillo. Su inocencia seduce porque se esconde silenciosa, especialmente en los cuerpos hambrientos de contacto pero relajadamente encerrados en sí mismos. uno quiere darles, porque siente su hambre, pero son como fortalezas inhóspitas que no dejan reducto a incursiones ajenas. Ciudad de flores inoloras, de tesoros al otro lado de la vitrina acristalada, ¿quién te conquistará?

En mis palabras hay amor y ningún deseo de ofender, y si algo le molestó, lector, acuse a mi mirada, pues al fin y al cabo, vemos lo que somos... 

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