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EL DESAFÍO DE SER. RESTAURAR LO SAGRADO EN SÍ

EL DESAFÍO DE SER. RESTAURAR LO SAGRADO EN SÍ

Lo sagrado no es femenino ni masculino porque no tiene género ni forma, porque está por encima de designaciones y asignaciones, connotaciones y denotaciones. Lo sagrado es indefinible, pero en cuanto cualidad o atributo de lo divino, permite ser aprehendido y trabajado en diversos grados.

Me declaro libre para decidir. Mis opiniones actuales son fruto de mi recorrido como alma, pero no me condicionan ni me definen, son únicamente fragmentos divisos, visiones de la unidad que soy, por lo que tengo y ejerzo el derecho a cambiar de opinión a medida que mi conciencia se expande y evoluciona. Hablo de lo que he conocido, pero me reservo el derecho a seguir aprendiendo, por lo tanto cualquier idea expresada aquí puede ser reformulada, y eso no significa pobreza de firmeza sino capacidad de diálogo, respeto por las creencias y estadios ajenos, tolerancia, flexibilidad.

El ascenso espiritual es hacia adentro, de manera que uno de los primeros pasos consiste en eliminar las escisiones interiores, delimitar lo que soy y lo que no soy, o no quiero ser. Ser o tener. Tener vida en abundancia o ser vida. Ser o no ser. Dilema resuelto: resulta claro que impera el ser sobre el tener.

Somos, y somos sagrados. Para entender por qué somos sagrados, por qué nuestro cuerpo es templo del Espíritu, por qué somos llamados Hijos de Dios, hay que limpiar todo lo que nos separa de esa íntima comprensión. ¿Cómo puede un ser alojar la muerte? En forma de enfermedad, aborto, negación, rabia, rencor, odio, ignorancia. Cuando la conciencia se halla disgregada de su naturaleza divina incurre en graves afrentas contra sí misma y los otros, por eso restaurar el vínculo inicial Dios-hombre es primordial. Es un despertar.

Hay algunos tocados por la Gracia, que experimentan momentos o incidentes de comunión, de aprehensión de lo divino. Esto no depende de una sensibilidad o suerte especial. Todos somos amados en extremo por el Padre, tanto que daría su vida por nosotros, como ya la dio en su Hijo. El propio esfuerzo por purificarse alienta en nosotros mayor fervor, mayor deseo de lo espiritual que de lo temporal. Al poco de iniciar el proceso somos inundados de una mayor paz, claridad mental, sosiego. El Camino ha comenzado a caminarnos.

¿Qué es purificarse? Es volver a ser niños en el alma. ¿Cómo puede un hombre nacer de nuevo? Por el agua y el espíritu. El cuerpo está hecho de materia y carne, pero el espíritu es libre y no se deja apresar, puede entrar y salir como el aire, invisible e imperceptible, y sin embargo tan verdadero. Purificarse no es sólo dejar de comer ciertos alimentos, o hacer ayuno, o aplicarse cataplasmas, no es tampoco agotarse en genuflexiones y ejercicios físicos. Nada de esto basta si no se da la esencial mudanza interior. Esa mudanza es una motivación a ser mejor. Y ser mejor de lo que se es, parte de una conciencia de error, de una sana autocorrección y sentido crítico que nos permitan no quedarnos estancados o acomodados.

Hoy en día se tiene alergia a las nociones de pecado y de culpa, porque estas palabras se han teñido de densidad y negrura. Lo importante es entender que pecado es sinónimo de alejamiento de nuestra esencia divina. Culpa es arrepentimiento no transformado en acciones, perdón no efectuado conforme a la ley divina, mal sentimiento arrastrado. Muchos vagan en un falso auto-perdón pero sienten el peso del fardo en su conciencia, padecen insomnio, disociaciones psiquiátricas, no quieren reconocer que ese “otro yo” les habita; eran llamados de fariseos hipócritas. Muchos otros, de alma entibiada, han perdido la capacidad de discernir el bien y el mal y relativizan todo. Los enfermos de racionalismo acaban ciegos de fe porque no quieren ver lo que no puede verse. En el fondo de todos ellos late un exceso de orgullo que, si rascamos un poco, enseguida evidencia un miedo intrínseco a ser descubierto en las propias fragilidades. Este miedo se erradicaría si supiéramos que todos contenemos negruras, y que estamos aquí para sanarlas; si dejásemos de juzgar y acabásemos entendiendo que todo lo que percibimos en los demás como defecto es apenas el tinte o suciedad de nuestra lente.

Todos cometemos errores (¡lejos de mí el excluirme!), la mayoría somos además capaces de percibirlo. Algunos menos tienen el don de un sincero arrepentimiento, que no es otra cosa sino la conciencia plena de que ese acto “errado” no nos beneficia o no nos conduce a una mejora personal. Solo unos pocos se esfuerzan por no volver a trillar los caminos equivocados y tropezar en la misma piedra, y aun menos lo consiguen. La puerta es estrecha.

El fracaso en el intento radica en los cimientos donde se apoya la mudanza. Si se hace para alimentar nuestro ego, para agradar a otros o a uno mismo, para gozar de otra apariencia, es seguro que no perdurará. La insatisfacción consigo mismo puede tomar innumerables máscaras y distraernos toda una vida del fin principal: enfrentar la propia sombra.

Hay muchos caminos pero pocos conducen a la cima de este monte, y muchos nos ralentizan, llenos de atajos falsos y falsas cumbres. Personalmente he escogido el Camino más directo y no por ello más fácil, pero que me brinda más garantías de verdad y de éxito. Es mi elección y no la impongo, que cada uno trace sus pasos de acuerdo con sus creencias.

Ahí tocamos otro punto fundamental: en qué creo. Conozco muchas personas que van de dieta en dieta, de secta en secta, de médico en médico. Mentes sin fe que creen en todo y no creen en nada, vulnerables a cualquier nueva moda, sin timón ni rumbo, azotados por los vientos de la vida como hojuelas en la tormenta. Sufren. Esto nos une. Todos conocemos el sufrimiento. La cura pasa por la creencia de que podemos ser curados y la creencia en que algo puede curarnos. Si tengo fe en los médicos, si confío en las plantas, o en los laboratorios químicos, o en el ayuno, o la naturopatía, podré curarme. La cura es un acto de fe. Sin ese paso, no la habrá, o no será duradera. Y para que dure supone un cambio de actitud y de hábitos, porque el vino nuevo se guarda en odres nuevos.

Ir a la raíz del desequilibrio exige sabiduría y exige analizar en qué caminos nos hemos alejado de la totalidad, de la conciencia de que todo es uno y de que estamos unidos por intangibles hilos de amor a través de tiempos y distancias. Atrevernos a reconocer lo que no es Vida dentro de nosotros es para valientes. Y tú, ¿asumes el desafío?

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