Carnaval o Las máscaras de las flores
Hay unos buses que llevan a unos barrios en las afueras de Brasilia llamados Sobradinho y Planaltina. El Plan Alto aún no sé en verdad cuál sea, pero circunda esta ciudad cuyo plano semeja un águila imperial un lago azul transparente, autoexistente. La belleza una vez más me ha seducido, y ha venido a convencerme de que cada esfuerzo que haga para contener sus cauces será compensado con desbordamientos y maremotos. En una de las cascadas que rodean la capital brasileña me senté y reí, gritando contra el agua que caía poderosa y alegre contra mi cabecita pensadora, excesivamente pensadora. Mi camiseta quedo grande, como si el baño me hubiese encogido, o de alguna manera ungido. Las máscaras y los disfraces me han enseñado que ... las flores y los animales van desnudos. Y si para darse cuenta de ello ha hecho falta comer la manzana del árbol del conocimiento o ahogarse en caipirinha en la samba carnivalera, bienvenida sea la nueva conciencia. Tras el carnaval en toda tierra llega la Cuaresma, y aquí os adelanto un fragmento de mi novela La Deforestación, al respecto...
El carnaval es desde siempre y por excelencia la exaltación de la carne, del hombre; frente a toda la alegría de la calle está ella, como una postal, como un cuadro, más allá del espejo, personificando a la Cuaresma, el espíritu, la soledad. Tranquila, en su sillón, bajo el amplio ventanal, bajo la clara luz diurna, contempla con fruición gatuna el espectáculo. Aislada en su cerebro, lo alimenta con estímulos visuales y auditivos, cociendo a fuego lento el pensamiento.Se aleja la música. El sol permanece. Los edificios bajos permiten contemplar una franja de azul diverso. El cielo no envejece ni siquiera en Roma, cada rincón ha sido tomado por el musgo. El progreso parece eludir los lugares donde la historia duerme.La comitiva está ya muy lejana. Reflexiona: entre los dos polos hay seguramente una vía intermedia. Cómo encontrarla, cómo ser humano sin convertirse en demasiado animal, sin ceder a los instintos. Por otra parte, está la impotencia, los deseos que nunca se harán realidad, los que nos lanzan hacia la vida, dentro de ella. Como decía Nietzsche: demasiado humano. ¿Se puede ser demasiado humano? En realidad, ¿se puede ser algo distinto de demasiado humano? ¿Es una cuestión de gradación?Los niños no tienen problemas existenciales; viven sin preocuparse de nada. Encuentran un desconocido y juegan con él sin experimentar el menor apego; se saludan como si se conocieran, se despiden como si fueran a volver a verse enseguida o como si nunca se hubieran encontrado. La experiencia del juego traspasa limpiamente sus cuerpecillos, y no deja poso ni rencores; no despierta deseos por solventar, porque la cabeza no analiza, simplemente juegan con todo lo que tienen y lo que son, sin proyectarse, sin referencias, eternamente. Viven en mayúsculas, en presente absoluto. Al observarlos se comprende que devenir adulto consiste probablemente en perder la objetividad de ese presente absoluto para alcanzar una subjetividad tantas veces engañosa. - “Quizá sólo debo respirar, sentir, tomar todo como un juego, utilizar este cuerpo como instrumento para aprehender la realidad externa”- se dice-. “Nada más. Quizá nada más”.
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