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Aliwen

LA PENÚLTIMA MATRIARCA

LA PENÚLTIMA MATRIARCA

Ha vuelto a la tierra. Niña, novia, esposa, madre y abuela en toda la extension de la palabra. Una boda, cinco hijos. Incansable, hablaba poco, pero con su mirada entendía todo. Atenta a las necesidades de todo el clan, dedicada. Vivió para servir.

De trabajo, sus labores: el imperio del campo. Por sus manos pasaron toneladas de frutas: las plantaba, las regaba, las podaba, las adobaba, las protegía, las recolectabaEn época de cosecha, con lo que sobraba, hacía compotas, mermeladas, conservas. Transformaba la caza en reservas para el invierno. En el corral perros, gatos, conejos, pájaros. Toda la creación acudía a aquel claustro vivo, a saludarla, como si la conocieran. Y la conocían. Si el corral era un templo a cielo abierto, su cocina era lugar de reunión, donde constantemente se agolpaban hijos, nietos, nueras. Te daba no solo alimento, sino consejo, ejemplo, apoyo, comprensión, ternura, calor humano.

En el ganchillo unía y anudaba, soltaba y adornaba. Pocos saben que toda mujer sabia ha recuperado el arte del tejer, con el que se transforman los más reconditos secretos del corazón.

Siempre estaba en casa o en el campo. Ayudó a los negocios familiares como un pilar. Ocupaba con plena conciencia su lugar en el mundo. No le hizo falta salir a manifestaciones, ocupar la calle o un asiento de cuero con olor masculino, ante un escritorio. Se sabía reina de lo pequeño. Lo hacía crecer.

Los veranos que pasé de niña en el pueblo gravitan en la memoria alrededor de su presencia: los pinares, la acequia, las escapadas a los campos de melocotones, su llamada a media tarde para darnos la merienda. A todos nos nutría en cuerpo y alma, con el mimo de su mirada azul, con su atención, con su cuidado. Por eso nunca estaba sola, siempre revoloteaba a su alrededor, un hijo, una nieta, una sobrina, como pajarillos que se cobijan a la sombra de un árbol frondoso cargado de frutos.

En la última celebración familiar fui con ella por el pueblo, cortando las mejores rosas de los arbustos de vecinos, conocía a todos, no hacía falta pedir permiso, y si alguno salía curioso, ella explicaba con sencillez que necesitaba unas flores para adornar la mesa. Nadie se lo hubiera negado. Guardé los pétalos y los sequé, atesorándolos, por el grato día vivido.

En el pecho nos queda la tristeza de la despedida. No está, se ha ido, pero en cada uno deja un poso grande de amor. De ese amor no grandilocuente, sino poderoso en su callado actuar. Mansa e invisiblemente, como un perfume. En cada nueva rosa la veo florecer de nuevo, con la fuerza eterna de la primavera. Ha vuelto, con flores, a  María. No me cabe duda de que le darán un buen puesto en los jardines celestiales porque aquí la misión, la ha bordado.

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